Estas botas son mis botas

Hace meses que no sé nada de F. Sus últimas noticias venían en el envés de una postal desde algún lugar en los Alpes Centrales. Una breve nota escrita de su puño y letra, firme aquel y poco elegante, por apresurada, ésta; a lápiz incomprensiblemente y, por lo tanto muy brumosa, casi ilegible. Hablaba de sus botas, sobre todo de ellas, que sometidas a largas caminatas por senderos escarpados, arrastradas por las pedrizas glaciares, expuestas a las recias heladas de las laderas de umbría, se habían cuarteado irremisiblemente y descosido por su lateral izquierdo debajo del mullido que protege el tobillo. Sus botas se desmoronaban, envejecían y él, después de darle muchas vueltas, decidió entregarlas a un zapatero que se demoró en su arreglo un par de días en los que F. hubo de calzar un par de zapatillas de cuadros que por fortuna halló abandonadas en el umbral de una casa de dos plantas (de no haberse dado ese feliz hallazgo tendría que haber esperado descalzo). Nada satisfecho con el trabajo, se negó F. a pagar ni un florín por él, a lo que el zapatero respondió guardando las botas en un arcón y aduciendo que no había lugar a queja ya que dado su calamitoso estado había hecho lo que había podido. F. no supo si se refería a su propio estado o al del calzado pero no añadió más, renunció a discutir otros pormenores pero no a sus botas: volvió de noche, se coló en el taller, se las llevó del arcón y dejó en su lugar las zapatillas, y luego siguió su camino.

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