Nos vemos, pero no para hablar

Casi nunca hablamos. Sí ordenamos, decimos, repetimos consignas, opiniones que hemos oído y que van como un guante con ese que decimos ser, afirmamos porque en el afirmar -no importa el qué- va nuestro compromiso con nosotros mismo...
Nunca como ahora el individuo buscó individualizarse hasta tales extremos, hasta el punto de que aquella empresa, noble o vil, sobre la que caiga la sospecha de que ya alguien la intentó, la hizo, la consiguió, se desecha como el ofrecimiento de un leproso. Pero esa coherencia en el "hacer" no se mantiene en el "decir". En el "decir" no vemos la necesidad de ser originales, basta parecerlo.
Y el individuo en ese afán de señalarse no habla sino que comunica, impone mensajes, se enreda en el lenguaje, se envuelve en él como en un capullo de seda que no llega a rozar los demás capullos...
Atraviesan a cada instante nuestros cerebros miles de ideas, ocurrencias, afirmaciones, argumentos y les prestamos la misma atención que a las gotas de lluvia. Todas sucumben al ruido de nuestro pensamiento que suele erigirse sobre unos cuantos tópicos inamovibles.
Usamos el lenguaje pero casi nunca hablamos.
Miradme a mí. Escuchad como llueve.

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