La otra tarde

Sube la escalinata del monumental edificio con el corazón desbocado, pasa bajo el enorme dintel y penetra en la sala diáfana y vacía. Nadie a la vista. Nadie diserta desde el púlpito, nadie en el altar, nadie si no lo consideramos a él que se mueve cauto sobre una tarima de geografías geométricas. La luz de la tarde irrumpe por el rosetón de la fachada y barre el centro de la sala, bajo la cúpula, sin iluminar decididamente nada: un foco tenue que se desplaza en diagonal hacia la izquierda buscando perezosa objetos inexistentes. La iglesia es un arquitectura moderna que más parece un edificio de oficinas por fuera y un pabellón polideportivo en su interior. No hay actividad ni parece haberla habido nunca. Sólo la artificial limpieza impide creer que el lugar ha sido abandonado.
Sale. Desde lo alto de la escalinata observa la ciudad. El horizonte interrumpido por altos edificios. Una maqueta vacía y frágil. Cae la tarde. Nada ocurre. Pasea, toma una bocacalle cualquiera que desemboca en una avenida amplia de doble sentido. La gente pasa a su lado, silenciosa.
Deambula por calles intercambiables que no reconoce. No ve ni escucha nada excepcional o sorprendente. Ni saludos ni amenazas. Se detiene ante un escaparate lleno de televisores cuyas pantallas están apagadas y devuelven su reflejo. Se entretiene gesticulando unos minutos. Los transeúntes no se detienen. El tiempo no pasa: la tarde parece congelada bajo una luz de escenario vacío. La función no comienza. La noche no llega.
Entra en un local poco iluminado y desierto. Emerge perezoso un camarero por una puerta lateral con gesto de haber sido interrumpido. Se sitúa ante él, le sirve y desaparece. Bebe lentamente y su sed se mantiene intacta. Pasa por el retrete, paga y vuelve a la calle. Su sombra se proyecta todavía nítida en la acera. Pasa junto a un individuo que vende globos, pasa junto a un individuo estático disfrazado de dios egipcio, pasa junto a un individuo vestido con gabardina y pantalón de camuflaje, pasa junto a una mujer obesa que sostiene una bolsa de supermercado llena de fruta.
Camina a casa, se tumba en el sofá después de bajar las persianas. Se siente algo vacío y sólo. ¿Quién no se siente así en ocasiones?, piensa. Se acuerda de la cerveza que sigue en su estómago, transformándose en otra cosa y dejando un regusto ácido. No tiene hambre, ni frío, ni sueño. F. no detecta ninguna necesidad. Si acaso, forzando un poco, algo de sed.
Todavía se van sucediendo otros pensamientos pero decidí dejar de enumerarlos. Me fui de su lado sin despedirme.

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