Perseguir a F.

La mañana del 4 de noviembre F. no dejaba de mirar atrás, sentía que lo seguían, que lo observaban. Se había levantado hecho un manojo de nervios y en la calle las cosas no mejoraron: caminaba inquieto como si estuvise en el punto de mira de un arma de largo alcance, buscaba esquinas que doblar, quebrar a cada paso su trayectoria, borrar el rastro... Tomó el metro, se mezcló con grupos de jóvenes que cruzaban Londres (un río con infinitos afluentes) hacia el barrio de Candem. Con la espalda apoyada en la puerta, F. encaró valiente a sus compañeros de viaje, escrudriñando sus gestos, penetrándolos, esperando la mueca que delatase a quien lo importunaba.
Ya en superficie, había dejado de llover y asomaba un sol débil pero prometedor. En lo alto de la escalera, F. giró a la izquierda y se perdió por la acera de la derecha, simuló interés en esto y aquello, fumó docenas de cigarrillos, hizo cola vigilante en tres Starbucks, en una librería compró un compendio de escritos de Marx y Engels y una edición ajada de Principios de las Riquezas de las Naciones... Luego se le ocurrió imitar a sus perseguidores (no podía tratarse sólo de uno, ya lo habría decubierto), eligió a un varón caucásico dolicocéfalo tatuado y lo fue siguiendo a razonable distancia. Le gustó la ocurrencia, sintió una satisfacción especial cuando notó en su víctima los síntomas de su misma enfermedad. Después de aquello, no tardó F. en darse cuenta de que, en realidad, el caucásico y él sólo eran dos eslabones consecutivos de una larga, casi infinita, cadena de seguidores-seguidos y seguidos-seguidores, que nadie aquella mañana ya soleada del 4 de noviembre en el mercado de Candem estaba solo.
F. perdió al caucásico cuando se detuvo para probarse un par de camisetas, una blanca y otra roja, ambas con idéntico estampado pero absolutamente diferentes.

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