Diecinueve años

Se sentó en la silla de lona y cuando lo hizo ya se imaginó escribiendo este fragmento en su cuadernito nuevo (y supo también que llamaría al cuaderno cuadernito porque el camarero era bonaerense y proclive al diminuteo), pidió un cafelito con hielo (¿solito con hielo?, sí por favor), sacó del bolsillo el bic, dos paquetes de clinex y abrió el cuaderno.
Pensó: tal día como hoy murió papá, hace diecinueve años (y quiso escribirlo así, con letra, para notar el paso del tiempo, para verlo largo, diecinueve años, ocupando media línea de letra tendida hacia la derecha), pensó (y lo que pensaba lo escribía, claro): y yo he llegado a la mitad de mi vida, como Dante, sin saber cómo y creyó que por ahí se iba a volver circunspecto, pero no, le trajeron el cafelito, lo endulzó y dejó de escribir unos segundos dando vueltas a dos ideas, algo ingratas, que lo sonrojaban: una, que todavía no había terminado el cuaderno viejo y no sabía qué hacer con este texto que sería anterior a los posteriores que habrían de rematar el cuaderno viejo (alteración de fechas que jamás se había permitido en los diecinueve años que llevaba llenando cuadernitos más o menos regularmente), y dos, que se había puesto a escribir allí, al sol, sólo porque su hermana le había preguntado en un mail ¿sueles escribir en lugares públicos, en bares, museos, parques...?, y quería tener un motivo para responderle: sí, naturalmente que sí.

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