Nada nunca

F. entró en el edificio como si fuera un hospital, sin detenerse ante la fachada, accedió al vestíbulo, encaró la escalera y ascendió omitiendo los escalones impares; cruzó descansillos oscuros y descansillos con luz sucia de bombilla vieja, encontró suciedad aquí y allá, goteada, adherida. No bajó el ritmo a pesar del dolor de piernas. Rompió a sudar a media ascensión, ya entraba claridad del exterior a través de la claraboya: ese detalle le estimuló.
Desde que llegara a Londres había buscado un edificio así, lo divisó desde la lejanía la tarde anterior al salir de la Tate G., lo vio a lo lejos, con el sol detrás, le pareció idóneo pero no tan alto.
Ahora comenzaba a marearse por tener que hacer siempre los mismos gestos, y al mismo lado, subir, y girar a la derecha, derecha, subir y girar a la derecha, derecha, subir... No olía a nada, ni oía otra cosa que sus respiración, ni sentía más que un palpitar intenso cuando llegó arriba y empujó la puerta de la azotea y saltó fuera como quien sale de un hospital. La tarde era fría, venía un atardecer brumoso y sereno. Ruido lejano del tráfico, humedad, Londres... él allí solo. Se acercó a la balaustrada, espantó a un par de palomas con un grito largo, grave y doloroso que le hizo toser. Fumó. F. adora los ejercicios estéticos efímeros e íntimos. Volvió a la calle por el mismo camino, las palomas regresaron, allí no había pasado nada, nunca.

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