Democracia y censura
Se ha establecido un modo de censura tácito cuyos márgenes contienen lo que ha venido en llamarse popularmente "lo políticamente correcto".
Intencionadamente se ha buscado confundir, con éxito, lo que la persona es y lo que esa persona hace o dice en el seno de la comunidad en que vive; esto es, simplificando, confundimos o asociamos "persona" y "ciudadano", dando por hecho que se trata de lo mismo y por lo tanto extendemos a ambos, al menos dialécticamente, el respeto absoluto que solo merece la primera. Si todo lo que alguien hace o dice (dentro de los márgenes antes establecidos) es objeto de respeto, el discurso crítico se destensa y deja de ser posible cualquier discusión o diálogo.
No es difícil oír por ahí: "yo respeto todas las ideas" (refiriéndose solo a las acordadas como convenientes, la inocuas, por supuesto), y el que así habla deja claro que no cuestiona la idea del contrario sino que se limita a poner la suya al lado, sin confrontarla ni argumentarla, creyendo que en la omisión de la discusión está la esencia de la democracia.
Pero el diálogo no es la yuxtaposición de propuestas sino la colisión de las mismas, y ha de partir precisamente de retirar el respeto a aquellas ideas que no compartimos, ni nos parecen útiles para la comunidad.
Haciendo lo que se hace, se limita el discurso crítico y se cae a una emisión en cadena de tópicos que todo el mundo repite "democráticamente", comedidos, permitidos, paupérrimos en cuanto a propuestas, que no contribuyen a buscar el mejor camino para la comunidad sino a perpetuar un estúpido rumor de fondo carente de todo valor para el cambio social y, por lo tanto, muy conveniente para que todo quede como está.
Volviendo a la censura, se tipifican en los códigos legales opiniones que sin menoscabo de la dignidad de nadie, se tachan de apología de la violencia, antidemocráticas (obsérvese el oxímoron), nefastas o inicuas ("respecto a las cuales la inmensa mayoría de nosotros está en desacuerdo", se suele añadir, sumando una nueva falacia).
Si no es suficiente con la legalidad, se confiere al discurso político (de la comunidad) un moralidad de trazo grueso que ayudará a diluirlo.
Por ejemplo, si yo, estos días, digo ṕúblicamente: "los políticos condenados por corrupción deberían ser despojados de todos los bienes y enviados al ostracismo al modo ateniense", estaré en los márgenes de lo correcto (no se verá la violencia que esta propuesta contiene); si digo, en cambio, que todos y cada uno tendrían que ser ejecutados al modo jacobino, estaré al borde del delito (es mucho más evidente la violencia). Sin embargo, solo habré expresado públicamente y en ejercicio de mi libertad una idea, acaso fruto más de la rabia (por la impunidad con que el tema suele solventarse) que de la reflexión; pero sería importante no olvidar que es ahí, en la ira, uno de los lugares donde suele iniciarse el discurso si las condiciones no permiten otro.
Intencionadamente se ha buscado confundir, con éxito, lo que la persona es y lo que esa persona hace o dice en el seno de la comunidad en que vive; esto es, simplificando, confundimos o asociamos "persona" y "ciudadano", dando por hecho que se trata de lo mismo y por lo tanto extendemos a ambos, al menos dialécticamente, el respeto absoluto que solo merece la primera. Si todo lo que alguien hace o dice (dentro de los márgenes antes establecidos) es objeto de respeto, el discurso crítico se destensa y deja de ser posible cualquier discusión o diálogo.
No es difícil oír por ahí: "yo respeto todas las ideas" (refiriéndose solo a las acordadas como convenientes, la inocuas, por supuesto), y el que así habla deja claro que no cuestiona la idea del contrario sino que se limita a poner la suya al lado, sin confrontarla ni argumentarla, creyendo que en la omisión de la discusión está la esencia de la democracia.
Pero el diálogo no es la yuxtaposición de propuestas sino la colisión de las mismas, y ha de partir precisamente de retirar el respeto a aquellas ideas que no compartimos, ni nos parecen útiles para la comunidad.
Haciendo lo que se hace, se limita el discurso crítico y se cae a una emisión en cadena de tópicos que todo el mundo repite "democráticamente", comedidos, permitidos, paupérrimos en cuanto a propuestas, que no contribuyen a buscar el mejor camino para la comunidad sino a perpetuar un estúpido rumor de fondo carente de todo valor para el cambio social y, por lo tanto, muy conveniente para que todo quede como está.
Volviendo a la censura, se tipifican en los códigos legales opiniones que sin menoscabo de la dignidad de nadie, se tachan de apología de la violencia, antidemocráticas (obsérvese el oxímoron), nefastas o inicuas ("respecto a las cuales la inmensa mayoría de nosotros está en desacuerdo", se suele añadir, sumando una nueva falacia).
Si no es suficiente con la legalidad, se confiere al discurso político (de la comunidad) un moralidad de trazo grueso que ayudará a diluirlo.
Por ejemplo, si yo, estos días, digo ṕúblicamente: "los políticos condenados por corrupción deberían ser despojados de todos los bienes y enviados al ostracismo al modo ateniense", estaré en los márgenes de lo correcto (no se verá la violencia que esta propuesta contiene); si digo, en cambio, que todos y cada uno tendrían que ser ejecutados al modo jacobino, estaré al borde del delito (es mucho más evidente la violencia). Sin embargo, solo habré expresado públicamente y en ejercicio de mi libertad una idea, acaso fruto más de la rabia (por la impunidad con que el tema suele solventarse) que de la reflexión; pero sería importante no olvidar que es ahí, en la ira, uno de los lugares donde suele iniciarse el discurso si las condiciones no permiten otro.