El desconocido
Se decía por ahí que había vuelto, no dimos mucho crédito. Me preguntaron: me da igual, respondí.
Al entrar, tal vez saludó, ninguno de nosotros contestamos sin embargo (yo tampoco, ahora me doy cuenta): estábamos absortos en la pantalla. Se sentó frente a la entrada, en la parte más alejada de la barra. Por casualidad, me di cuenta de que estaba mirando a Lía, pero eso fue luego, después de que el camarero se acercase a él y le dejase delante una infusión de menta o cualquier otra cosa que un individuo así, tan lejano ya en nuestro recuerdo, al que ni siquiera entretenía el fútbol, le hubiese pedido. Miraba a Lía pero no continuamente (eso era lo peor), lo hacía a intervalos, jugueteando. A Lía no le gusta el fútbol, por eso dejaba ir su mirada aquí y allá por entretenerse y entonces también miraba hacia él de vez en cuando (eso es normal): un modo de espantar el aburrimiento. Job me dio un codazo y se quejó: aquello podía terminar mal: esos hijos de puta tienen el día tonto, nos la van a preparar, verás, dijo. Job nunca te llama por tu nombre, te pide atención con el codo o dándote una palmada en la pierna: Job tiene lagunas en su educación que hay que disculpar. Pero yo no estaba para prestar mucha atención ni a Job, ni al partido, ni a Mon, que no dejaba de maldecir mientras comía cacahuetes cuyas cáscaras caían al suelo o al pliegue que hacía el chándal en su barriga. No estaba para nadie, para nada que no fuese vigilar sus miradas porque tenía ya la seguridad de que él no dejaba de mirar a Lía y que lo hacía con intención de demostrar que la miraba de otro modo a como un desconocido (prácticamente es lo que era ya, después de tantos años) debe mirar a otro, sin querer decir nada, sólo por mirar y hacer daño, o vete a saber con qué oculta intención (eso era lo peor, eso sí que podía terminar mal). A Lía le resultaba tediosa esa espera de hora y media cada domingo, hojeadas todas las revistas, qué le quedaba: seguir esperando, no había otra posibilidad, lo habíamos hablado. Por eso, como he dicho, también a veces lo miraba como a algo entre todo lo demás, y cuando sus miradas se cruzaban, él ya no retiraba la suya como hizo un par de veces al principio sino que la mantenía y era Lía quien tenía que bajar la vista. Lía hizo la primera vez un gesto de saludo, él no respondió, ella no lo repitió (es normal) y luego, desde ese momento, se miraban de vez en cuando sin gesto ni nada, sin mover un músculo (y eso era lo peor, esa complicidad muda era lo peor). Y cada vez era más frecuente y yo ya no me reía ni cuando Mon eructaba, ni cuando Job soltaba alguna de las suyas y me clavaba el codo. Estaba hipnotizado ante el espectáculo de sus miradas. Sentí un pinchazo y, al tiempo, la sensación de una inmensidad oceánica que me empequeñecía. Llegué a envidiarles, pero la cosa no se prolongó. Cayeron en la melancolía, compartieron una fugaz mueca de tristeza, bebieron al mismo tiempo. Poco a poco, como habían empezado, dejaron de mirarse, acaso porque intuyeron que la distancia que los separaba era insondable, la misma distancia infinita que separaba a Aquiles y la tortuga, o a un perro y a un gato de diferentes dueños.
Al volver, la distancia permanece, pensé. Pídeme otra, dijo Lía. Mejor nos vamos, el partido acabó, respondí.
Al entrar, tal vez saludó, ninguno de nosotros contestamos sin embargo (yo tampoco, ahora me doy cuenta): estábamos absortos en la pantalla. Se sentó frente a la entrada, en la parte más alejada de la barra. Por casualidad, me di cuenta de que estaba mirando a Lía, pero eso fue luego, después de que el camarero se acercase a él y le dejase delante una infusión de menta o cualquier otra cosa que un individuo así, tan lejano ya en nuestro recuerdo, al que ni siquiera entretenía el fútbol, le hubiese pedido. Miraba a Lía pero no continuamente (eso era lo peor), lo hacía a intervalos, jugueteando. A Lía no le gusta el fútbol, por eso dejaba ir su mirada aquí y allá por entretenerse y entonces también miraba hacia él de vez en cuando (eso es normal): un modo de espantar el aburrimiento. Job me dio un codazo y se quejó: aquello podía terminar mal: esos hijos de puta tienen el día tonto, nos la van a preparar, verás, dijo. Job nunca te llama por tu nombre, te pide atención con el codo o dándote una palmada en la pierna: Job tiene lagunas en su educación que hay que disculpar. Pero yo no estaba para prestar mucha atención ni a Job, ni al partido, ni a Mon, que no dejaba de maldecir mientras comía cacahuetes cuyas cáscaras caían al suelo o al pliegue que hacía el chándal en su barriga. No estaba para nadie, para nada que no fuese vigilar sus miradas porque tenía ya la seguridad de que él no dejaba de mirar a Lía y que lo hacía con intención de demostrar que la miraba de otro modo a como un desconocido (prácticamente es lo que era ya, después de tantos años) debe mirar a otro, sin querer decir nada, sólo por mirar y hacer daño, o vete a saber con qué oculta intención (eso era lo peor, eso sí que podía terminar mal). A Lía le resultaba tediosa esa espera de hora y media cada domingo, hojeadas todas las revistas, qué le quedaba: seguir esperando, no había otra posibilidad, lo habíamos hablado. Por eso, como he dicho, también a veces lo miraba como a algo entre todo lo demás, y cuando sus miradas se cruzaban, él ya no retiraba la suya como hizo un par de veces al principio sino que la mantenía y era Lía quien tenía que bajar la vista. Lía hizo la primera vez un gesto de saludo, él no respondió, ella no lo repitió (es normal) y luego, desde ese momento, se miraban de vez en cuando sin gesto ni nada, sin mover un músculo (y eso era lo peor, esa complicidad muda era lo peor). Y cada vez era más frecuente y yo ya no me reía ni cuando Mon eructaba, ni cuando Job soltaba alguna de las suyas y me clavaba el codo. Estaba hipnotizado ante el espectáculo de sus miradas. Sentí un pinchazo y, al tiempo, la sensación de una inmensidad oceánica que me empequeñecía. Llegué a envidiarles, pero la cosa no se prolongó. Cayeron en la melancolía, compartieron una fugaz mueca de tristeza, bebieron al mismo tiempo. Poco a poco, como habían empezado, dejaron de mirarse, acaso porque intuyeron que la distancia que los separaba era insondable, la misma distancia infinita que separaba a Aquiles y la tortuga, o a un perro y a un gato de diferentes dueños.
Al volver, la distancia permanece, pensé. Pídeme otra, dijo Lía. Mejor nos vamos, el partido acabó, respondí.