Más leña a un fuego apagado
Las novelas actuales suelen comenzar no ya con una reposada referencia temporal o una sosegada descripción del espacio que el protagonista ocupa cuando arranca el fragmento de su historia que nos disponemos a contar, sino con la promesa de una muerte por asesinato o suicidio que no se hará esperar o con la referencia a un secreto escabroso o al luctuoso y extraño proceder de cierto personaje que servirá de base al cuento...
Las novelas empiezan así porque hay prisa. El lector tiene prisa (el editor, también)) y el escritor la intuye y entrega ya en las primeras lineas lo que tiene para dejar claro que de quedarse en la historia el lector no perderá el tiempo y caerán en el acto sobre él una serie de sorprendentes acontecimientos que le dejarán sin resuello y la historia se hará digna merecedora de sus halagos porque vendrá a satisfacer eficazmente todas sus necesidades de saber o confirmar lo que ya sabe acerca de esa naturaleza humana que él cree no compartir.
Por lo tanto, lo que ocurre supera en mucho en el interés del escritor a la corrección con que lo que sucede se cuenta, y la acción es más importante que los motivos y las consecuencias de tal suceso. La literatura ha pasado a ser el reino de lo sorprendente desterrando lo cotidiano, el reino de lo instantáneo, lo fugaz, el destello.
La literatura imita al cómic, el cine, la fotografía... Corre como un vagón de metro que ha de llegar en seguida a la siguiente estación. Cada vez es más sintética, más explícita, más breve y ligera...
No se fuma en pipa, no se toma el tren, no se pasea, no se fatiga el lago camino de una vida...
La prisa daña la literatura...
La literatura apresurada acumula cuentos ya contados mil veces que nada más dicen del hombre porque sólo contienen a sus autores, deseosos de sacar provecho de su fulgurante imaginación, de su oficio de acumular tópicos a razón de doscientas páginas por año.
La literatura actual, al menos en su formato comercial, está compuesta de fragmentos descuidados, bocetos, de las viejas historias traducidas para lectores con poco tiempo para todo y que, por supuesto, tiene lo que se merecen.
Si no hubiera más, deberíamos dejar de escribir.
Si leyésemos bien lo escrito antes de la decadencia que describo, pasarían muchos años antes de que se hiciese necesario que otra obra viese la luz.
Y eso no sería el final de la literatura, sino precisamente el comienzo.
Las novelas empiezan así porque hay prisa. El lector tiene prisa (el editor, también)) y el escritor la intuye y entrega ya en las primeras lineas lo que tiene para dejar claro que de quedarse en la historia el lector no perderá el tiempo y caerán en el acto sobre él una serie de sorprendentes acontecimientos que le dejarán sin resuello y la historia se hará digna merecedora de sus halagos porque vendrá a satisfacer eficazmente todas sus necesidades de saber o confirmar lo que ya sabe acerca de esa naturaleza humana que él cree no compartir.
Por lo tanto, lo que ocurre supera en mucho en el interés del escritor a la corrección con que lo que sucede se cuenta, y la acción es más importante que los motivos y las consecuencias de tal suceso. La literatura ha pasado a ser el reino de lo sorprendente desterrando lo cotidiano, el reino de lo instantáneo, lo fugaz, el destello.
La literatura imita al cómic, el cine, la fotografía... Corre como un vagón de metro que ha de llegar en seguida a la siguiente estación. Cada vez es más sintética, más explícita, más breve y ligera...
No se fuma en pipa, no se toma el tren, no se pasea, no se fatiga el lago camino de una vida...
La prisa daña la literatura...
La literatura apresurada acumula cuentos ya contados mil veces que nada más dicen del hombre porque sólo contienen a sus autores, deseosos de sacar provecho de su fulgurante imaginación, de su oficio de acumular tópicos a razón de doscientas páginas por año.
La literatura actual, al menos en su formato comercial, está compuesta de fragmentos descuidados, bocetos, de las viejas historias traducidas para lectores con poco tiempo para todo y que, por supuesto, tiene lo que se merecen.
Si no hubiera más, deberíamos dejar de escribir.
Si leyésemos bien lo escrito antes de la decadencia que describo, pasarían muchos años antes de que se hiciese necesario que otra obra viese la luz.
Y eso no sería el final de la literatura, sino precisamente el comienzo.